Acapulco, el virreinato y el comercio global
Y allá iban. Frecuentemente en caravanas, para viajar con seguridad por la accidentada ruta que los llevaba de Puebla o de la Ciudad de México, hasta el puerto de Acapulco, mercaderes, comerciantes empingorotados, de los más elegantes de la capital, y una buena cantidad de arrieros, armaban una curiosa, llamativa y alegre expedición. Las mulas que transportaban a todos esos personajes iban ataviadas con arreos nuevecitos, bordados en rojo, muchos con espejos pegados. No era para menos tanto alboroto: aquel grupo de entusiastas recorrían el camino que los llevaba al puerto de Acapulco, para ser los primeros en aprovechar la oferta de maravillas que llevaba consigo el Galeón de Manila, la famosa Nao de China, que después de un prolongado y peligroso viaje, volvía a tierras novohispanas.
¿De verdad eran necesarios tanta emoción y tanto lucimiento? Ciertamente. Desde 1565, año en el que quedó abierto el camino que comunicaba al puerto de Acapulco con la ciudad de México, nació un puente de expansión política y de intercambio comercial que no desmerece ante nuestra idea contemporánea de la actividad económica global.
Pero no era sencillo llegar a Acapulco: era una buena aventura que, a los interesados en capitalizar las mil maravillas y curiosidades que contenía la Nao de China, desde riquísimas telas hasta imágenes de santos cristianos ricamente estofados con oro, no les inspiraba temor, aunque el camino fuese accidentado, hubiese que cruzar dos caudalosos ríos y existiese, siempre, el riesgo de un encuentro con brutales salteadores.
Pero ir a Acapulco valía tantas complicaciones. Valía eso, y mucho más.